(Buenos Aires).- Vino sin uvas, carnes sin vacas y otros proyectos muestran una evolución impensada hasta hace pocos años. Matías Peire logró conformar meses atrás un pequeño fondo (de un millón y medio de dólares) al que aportaron jugadores como Grupo Insud, Bagó, Bioceres, Vicentín, Gador y Miguel Galuccio.

Como los cangrejos que nacen a unos metros del mar y deben llegar al agua antes de que un depredador se los coma, las startups (empresas nacientes) también deben hacer un recorrido plagado de riesgos entre el capital semilla (un pequeño monto que aportan por lo general familiares o que es el premio de un concurso) y la escala que las haga sustentables. Este tramo se denomina, en la jerga de emprendedores, el “valle de la muerte”, y es particularmente más arduo y azaroso en los proyectos con base en ciencias duras, y todavía más complejo en países como la Argentina, sin cultura de capital de riesgo y con mercado de escala pequeña.

Matías Peire, un emprendedor de 39 años, cree, justamente, por algunos de estos motivos que es el momento de apostar por los negocios basados en ciencias duras. Los inversores grandes no lo están viendo, les preocupan las regulaciones de segmentos como el de la biotecnología y lo ven como un campo de altísimo riesgo. Pero ya hay una masa crítica y condiciones para que este panorama se revierta, sostiene Peire.

Luego de crear, desarrollar y finalmente vender una empresa de software, Peire, que estudió Administración de Empresas, dedicó tres años a investigar el potencial de las iniciativas basadas en ciencia. Recorrió centros de estudio y relevó con sus socios unas 300 posibilidades de negocios. Se encontró con un terreno caótico y desordenado, pero -asegura- con mucho potencial. El modelo de aceleradora tradicional, como en EE.UU., no funciona aquí, porque no hay masa crítica de proyectos andando. Hay que ir más atrás en la cadena, explica.

¿En qué basa su optimismo? Por un lado, abundancia de científicas y científicos con mucho talento, pero con una interface defectuosa con el sector privado. Segundo, el factor ya mencionado: los grandes fondos de inversión ni los miran. Y en tercer término, hay toda una tendencia en el campo de las políticas públicas (ya sea con líneas de organismos internacionales o con políticas locales como la ley de emprendedores) que hacen que el dinero para este tipo de planes sea cada vez más barato.

Con esta narrativa, Peire y sus socios (entre ellos María Renner, una bióloga con un doctorado en Neurociencias en Holanda) se pusieron a tocar puertas y lograron conformar meses atrás un pequeño fondo (de un millón y medio de dólares) al que aportaron jugadores como el Grupo Insud, Bagó, Bioceres, Vicentín, Gador y el ex presidente de YPF Miguel Galuccio. Ya invirtieron en dos proyectos: uno de levadura líquida para cerveza artesanal y otro de polinización de cultivos. Planean sumar cuatro más este año, siempre en el área de la biotecnología, y en particular con foco en la alimentación, donde hay en la Argentina cadenas más robustas y posibilidades concretas de generar valor en varios escalones.

Es importante esto de no tratar de inventar la rueda. Una de las oportunidades más interesantes que veo es en armar proyectos que usen ciencia y tecnología para mejorar industrias ya existentes. Es decir, innovar sobre cosas que la gente ya quiere, remarca Emiliano Chamorro, que en la actualidad coordina una edición conjunta de EmprendING (de la Facultad de Ingeniería) y de EmprenEX (de Exactas de la UBA), en una cátedra a la que asisten más de 500 alumnos.

Lo más desafiante es armar equipos que tengan una pata científica y tecnológica y una pata de negocios, que se respeten mutuamente y se entiendan, agrega Chamorro, uno de los fundadores del Instituto Baikal. Junto a un grupo de socios, Chamorro exploró varios proyectos de robótica humanoide, de tecnología y nuevos materiales aplicados a la industria de la indumentaria, de Internet de las Cosas aplicado a muebles y de nuevas tecnologías y materiales para la construcción.

Bajar a tierra (o no tanto)

Lo de iniciativas con los pies sobre la tierra (con una bajada de valor muy concreta para los proyectos y los inversores) es un elemento clave en esta nueva ronda de startups que se está viendo en la Argentina en 2017, cuenta Ariel Arrieta, de NXTPLabs, para quien los beneficios de la nueva ley de emprendedores aún no fueron correctamente digeridos por el mercado: Los incentivos que plantea esta ley en términos de reducción de impuestos son enormes, es una de las más generosas del mundo, creo que vamos a ver mucha actividad en el campo de startups en el segundo semestre, vaticina.

A nivel global, las inversiones de riesgo asociadas a proyectos de biología sintética vienen en ascenso, con el combustible de novedades científicas revolucionarias como la técnica de CRISPR (la “navaja suiza” de la edición genética) o nuevos materiales. Aunque lleva pocos años y está en etapa inicial, en los EE.UU. hay cerca de mil startups que se dedican a desafíos tales como el fortalecimiento de cultivos, la producción de biocombustibles con algas, pesticidas, materiales, alimentación, microbioma, medicina o directamente de software para la biología computacional (hoy los mayores avances ya no se producen en laboratorios sino con programas de simulación; y esta tendencia saltará en varios órdenes de magnitud cuando se combine con la computación cuántica, en un lapso estimado entre cinco y diez años).

Entre los jugadores más activos a nivel planetario están los fondos Indie.Bio, y Combinator y Viking Global. Los dos avances principales recientes que abrieron una compuerta gigante para nuevas investigaciones dieron la posibilidad de modificar el ADN con técnicas cada vez más baratas y el enorme poder de secuenciación que tenemos ahora gracias al músculo computacional. Estos dos factores hicieron que, en este campo, el límite pasase a ser nuestra creatividad, prácticamente, cuenta la bióloga Camila Petignat, directora de la startup Neogram, que se dedica a mejorar pasturas para extender los límites geográficos de la ganadería.

Hay algunas iniciativas que parecen sacadas directamente de novelas de ciencia ficción. Glowee, por caso, es una firma basada en EE.UU. que está produciendo bio-iluminación: se diseñó una bacteria que despliega un gen para este fin. Ava Winery, por su parte, apunta a producir “vinos sin uvas”: está analizando las propiedades químicas de los mejores vinos del mercado para luego sintetizarlas en un laboratorio, sin necesidad de uvas.

Algo similar, pero para la carne, fue el tema central de conversación de una reunión organizada dos semanas atrás en Buenos Aires por el INTA e INTAL-BID, en la cual se discutió el escenario de producción sintética de carne. Para dar una idea de la dimensión de esta potencial disrupción: la FAO estima que para 2050 la mitad de los alimentos para abastecer a 9000 millones de personas de todo el mundo saldrán de América latina; y la argentina hoy es el sexto productor mundial de carne bovina.

La carne obtenida en laboratorio a partir del cultivo de células madres que salen del suero fetal bovino surge como una posible solución no sólo para alimentar a la población global sino ambiental: la ganadería acumula alrededor del 15% de las emisiones mundiales totales de gases de efecto invernadero y se estima que ocupa, en forma directa o indirecta, un tercio de la tierra libre de hielos del planeta.

A este encuentro vino, entre otros invitados, Peter Verstrate, CEO de la empresa holandesa Mosa Meat, que en 2013 presentó la primera hamburguesa sintética del mundo. Por entonces muy cara, pero con costos en reducción exponencial, lo que convirtió a Mosa en uno de los “cangrejos” que sortearon el valle de la muerte, se acercan al mar de la sustentabilidad y van por todo.

Por Sebastián Campanario

Fuente: Cámra Argentina de Biotecnología