(Buenos Aires).- El cerebro tiene una actividad clave para la vida: detectar las amenazas que nos rodean y reaccionar ante ellas. Las personas tienen distintas maneras de responder: unos se rinden, otros las enfrentan y algunos quedan devastados.

Las situaciones serán amenazantes sí:

  1. Son imprevistas o desconocidas.
  2. Impredecibles.
  3. Incontrolables.
  4. Atemorizantes para la seguridad interior o la certidumbre de la persona.

Algunas amenazas son intensas y graves si ponen en riesgo la vida, mientras que otras son menos extremas pero más prolongadas. Estas últimas son las más frecuentes y se padecen a diario, por ejemplo con incertidumbre laboral, conflictos sentimentales, sueldos escasos, inflación, inseguridad. Los hechos que perturban la vida cotidiana no afectan por igual a todos los seres humanos.

La manera en que cada uno interprete su realidad, su resistencia y su personalidad serán las que, finalmente, definirán el tipo de respuesta física y psicológica a las diferentes amenazas que enfrenta.

Para la salud resultan más perturbadoras y dañinas las situaciones amenazantes que son continuas, simultáneas o prolongadas que las intensas pero puntuales. Y determinan una consecuencia curiosa: se debilita la capacidad del sujeto para seleccionar lo que es importante de lo que no lo es.

La vida moderna –a pesar de ser más organizada que en siglos pasados y con mejores recursos para curar enfermedades o vivir de manera más confortable– tiene niveles de amenazas más intensos y frecuentes que en épocas anteriores.

Cómo reacciona el cuerpo

El centro de las respuestas del cerebro a las amenazas cotidianas se localiza en la amígdala, una zona hacia donde convergen todas las señales que indican peligro y de donde salen, a su vez, las diversas órdenes para que el organismo responda a lo que se percibe como peligroso. La primera reacción es que se incrementa la producción de hormonas específicas que generan cambios en el organismo.

Las principales son la adrenalina, la vasopresina, la ACTH y el cortisol. Estas sustancias, que impactan en cada persona de manera particular, modifican su manera de pensar, de sentir y de actuar ya que influyen sobre el propio cerebro.

Al principio, los incrementos hormonales generan una reacción general de alarma con taquicardia, sudoración, insomnio y dolores difusos; en una segunda etapa, se impone una necesidad de recurrir a situaciones “gratificantes” aunque no necesariamente beneficiosas (comer cosas dulces, ingerir más alcohol, fumar más de la cuenta, consumir drogas).

Y en una etapa final generará una enfermedad, sea física (hipertensión, trastornos cardíacos, dolores musculares, colon irritable, enfermedades autoinmunes) o emocional (angustia, ataque de pánico, depresión, disfunciones sexuales, mal humor). La clave reside en no perder la perspectiva e identificar lo que se vive como amenaza y sus consecuentes emociones.

Los aprendizajes y las experiencias jugarán un papel clave sobre las capacidades individuales, expectativas y habilidades para hacer frente a lo que resultan amenazas que pueden hacer perder el bienestar emocional y físico.

Fuente: Clarín